Sobre la obra de Txaro Fontalba.

I

En algunas obras de Txaro Fontalba se trasluce un trasfondo surreal, si por este término se entiende el énfasis puesto en la metamorfosis, en la mezcla de cuerpos contrarios, en el hacer coincidir objetos sin aparente vínculo, paraguas y máquinas de coser, por ejemplo, como en la famosa frase de Isidore Ducasse, conde de Lautréamont. Lo dicho: esa debilidad transformadora, que es seguramente una virtud de artista curiosa e inquieta, va unida a otra debilidad, si así puede calificarse, la del interés, aparente al menos, hacia los procesos excretores.

Me explico: ¿de qué otra forma explicar el uso reiterado en los últimos años de un sinfín de urinarios a los que manipula transformándolos, como hechicera juguetona, en obras de arte mientras los desposee de una finalidad práctica? En realidad, no es la función física de dichos objetos lo que despierta su enorme ingenio, sino el hecho de que, mediante el urinario Txaro Fontalba mata dos pájaros de un tiro -y que no se vea en esta frase una intencionalidad escabrosa-. Me refiero a que, al reutilizar el níveo objeto esmaltado la artista se inscribe, por un lado, en la tradición apropiacionista iniciada por Marcel Duchamp en 1917, y por otro, y no con menor injundia, se sitúa en otra tradición, la del feminismo aplicado al arte al reflexionar sobre un objeto que, a modo de metonimia, rezuma sígnica sexual y de género.

En los mil usos desmitificadores que propone Txaro Fontalba -la obra titulada Fontaine (Fuente), por Duchamp es sin duda uno de los hitos del arte del siglo XX, percibida más por su capacidad de utensilio desplazado y descontextualizado que por su dimensión social y sexual- destaca la feminización de un objeto excretor, haciendo de él una suerte de calzón serigrafiado con la contundente imagen de una vagina rodeada de la firma R. Mutt, alter ego del artista francés. Un calzón (La educación sentimental, 1995) que puede colgar en una pared como una pieza que contemplar o que pueden llevar puesta los varones, se supone que en la intimidad, aunque bien pudieran pasearse de esa guisa en algunos espacios lúdicos.

¿Qué pretende Txaro Fontalba con el empleo malévolo de este clásico icono del arte (Fontaine de Duchamp)? ¿Retomar, reactivar el sesgo humorístico presente a lo largo y ancho de la obra de Duchamp? ¿Reírse de uno de los padres fundadores de la vanguardia y de sus genialidades, como lo demuestra, por citar un ejemplo, esa pieza titulada Guardiana (1996) en la que el urinario va envuelto con una tela negra que da a la obra toda visos de monja? ¿Es acaso una pulla lanzada contra el autor de Étant donné, tan poco dado a curias y religiosidades aunque curiosamente beatificado por quienes ofician las santas reglas del arte sagrado: la crítica del arte? Preguntado esto, dudo de que en el propósito de Txaro Fontalba anide la maldad. Sí, en cambio, un deseo de desasirse de un legado tan pesado -el duchampiano- al que a la vez rinde homenaje. Así, se han de ver y entender piezas como Rostro-amor mío (1996): un evacuatorio cubierto, salvo en una abertura superior, por piel, goma y remaches hasta formar una figura animal, y también una imagen de la ternura.

Asimismo, en Hombre blanco con bigote (1996) incide nuevamente en el uso del pelo, en este caso un mostacho harto poblado que le da al urinario un aspecto cómico, acentuado por el perfil oblongo del conjunto. Pero la pasión por el mentado objeto no se queda sólamente en la fisicidad del mismo, sino que va más allá de su sugerente materialidad: su estampa, fotografiada, sirve de colega a Txaro Fontalba: véase, verbigracia Desrostro II (1999), en la que el urinario desmaterializado y convertido en superficie bidimensional es un rostro del que salen dos enormes orejas cual Dumbo a punto de echarse a volar. En otra pieza, la que antecede a la comentada, Desrostro I (1999) , el urinario-cara se convierte en el núcleo del que emergen unas puntas como estrella de mar.

Dicho esto, parece razonable preguntarse a qué responde esa obsesión que ha llevado a Txaro Fontalba a la manipulación repetida del famoso objeto. No hay respuesta fácil, y seguramente ésta no puede ser unilateral. Pero al menos una de las claves estriba, a mi entender, en el símil entre la forma alargada del mingitorio y el rostro. Y si pensamos en este último como núcleo central de la identidad personal y a la vez locus que se oculta y emperifolla tras incontables máscaras y caretas, se puede pensar que la finalidad evacuadora del uninario sirve paradójicamente de aliviadero, por contaminación semántica, respecto del rostro. El urinario es eje de un acto íntimo desarrollado en un espacio público; de ahí la polisemia sígnica y contextual al tratarse de objeto, forma, función y espacio dados a la mentira, al recubrimiento.

II

Pero la obra de Txaro Fontalba no se queda ahí. Además de la cara, una faz que es a veces cobijo de lo genital, existen otros miembros del cuerpo que suscitan su interés. Hablo de la serie de dibujos Bestiario de amor en los que piernas, formas bulbosas, pliegues vaginales y otros bultos indefinidos parecen flotar sobre un fondo de suave tonalidad sin llegar a modelar un cuerpo entero, dibujando, eso sí, en algún caso la redondez de un corazón solitario. En ese sentido, no deja de resultar curioso que el título que enmarcar la serie, de resonancias a la vez medievales y románticas, se corresponda con una representación fragmentaria del cuerpo, más cercana a la tosquedad primaria de un amuleto, de una figura prehistórica o un fetiche de remota edad, que a la plena realización de una totalidad corporal que, en las postrimerías agonizantes de esta centuría, se antoja irrealizable, pasto claro de lo imposible.

Por otro lado, y de nuevo dándole un corte de mangas al título las bestias aludidas, tan frecuentadas, metónimicamente, en sus piezas recubiertas de piel de vaca, brillan aquí por su ausencia. El resultado se  acerca más bien a una suerte de imágenes que bien pudieran ser propiciatorias de ese símbolo de la armonía humana que se ha dado en llamar amor, y que algunos consideran más bien un pesado lastre, como la feminista Anna G. Jónasdóttir, que lo asimila a un concepto explotable por el poder patriarcal: «La mujer necesita amar y ser amada para habilitarse socio-existencialmente, para ser una persona. Pero no tiene un control efectivo sobre cómo o de qué forma puede usar legítimamente su capacidad; carece de autoridad para determinar las condiciones del amor en la sociedad y cómo deben ser sus productos» (El poder del amor. ¿Le importa el amor a la democracia? Madrid, Cátedra, 1993). De lo cual se puede colegir, sin ser un lince, que la concepción del amor predominante en nuestra sociedad, deudora de efluvios románticos todavía no disipados, puede ser una atadura para las mujeres, un regalo envenenado mediante cuya ritualización entrega involuntariamente (el matrimonio es el rito de mayores vuelos vivido de forma harto distinta por hombres y mujeres) todo el poder al varón que lo aprovecha para marcar su ley a sangre y fuego.

III

Entroncando con lo dicho, especialmente en lo que respecta a la diferente percepción de un mismo parte del público nacido hembra, y del nacido varón (por huir de las típicas adjetivaciones de géneros que no siempre se relacionan con el origen genérico de mujeres y hombres), Txaro Fontalba ha llevado a cabo una serie de piezas en torno a la anorexia, una patología en absoluto desprovista de una lectura  de género pues no es fortuito que sean las féminas las que la sufren más a menudo. Y afirmo esto, porque pese a que en los últimos años la influencia de la publicidad y la moda, entre otros factores, a la hora de moldear los cuerpos también ha dejado huella en los hombres, siguen siendo la mujer la receptora y la víctima de las pautas culturales que de ellas se desprenden, muchas de las cuales son nefastas para las jóvenes.

Txaro Fontalba aborda esta cuestión de modo frío y sereno. Su pieza Anorexia, de 1999, así lo pone de manifiesto. Se trata de una mesa cubierta con tiras métricas de colores que lucen una numeración de gran cuerpo. Sobre las tiras unos platos vueltos del revés sustentan un espejo redondo. La obsesión métrica que padecen las anoréxicas, representada por las cintas, se yuxtapone al rechazo de la comida, a lo cual añade la artista, no sin cierta malicia perversa, el espejo, esa superficie en la que se refleja el sujeto ahíto de reconocimiento, que anhela que su ideal de belleza socialmente creado, coincida con la imagen que le devuelve el azogue. El cuerpo que nos muestra Txaro Fontalba no exulta ni permite lanzar cohetes de alegría. Especialmente cuando se centra en las disfunciones sociales y culturales que aquejan a esa construcción que llamamos feminidad.

Texto publicado en el catálogo Amares, 1999

Juan Vicente Aliaga

¿Quieres que te envíe el catálogo impreso?

El pase de diapositivas requiere JavaScript.