Filtros de amor. Galería & Ediciones Ginkgo, 1 al 30 de abril 1997, Madrid.

ABC, 1997.

Esta su primera exposición individual madrileña es, creo, las muestra más dura y compleja de las que hasta la fecha ha realizado Txaro Fontalba (Pamplona, 1965). Dura, más por su firmeza que por el hecho manifiesto de que es, entre las últimas suyas, la que menos guiños hace, por mucho que aquellos no fueran nunca guiños de fácil o ingenua complicidad, al espectador. Compleja porque lo evidente se sustrae aquí a lo inmediato y, si se me permite el juego de palabras, se «filtra» plano a plano desde la superficie pintada al ojo.

La iconografía de lo femenino -entendida como género- ha experimentado en el transcurso de los últimos años (digo años, no décadas) una profunda transformación y una multimplicación de sus identidades; definidas ahora por las propias mujeres, que, en muchos casos, se han orientado por fórmulas de representación que eclipsan tanto como rechazan otras precedentes masculinas, a las que califican de «fetichistas».

En el caso de Txaro Fontalba, desde sus primeras obras, hay una preferencia explícita tanto por ciertos elementos corporales o anatómicos -especialmente el rostro, que entiende como un territorio sembrado de agujeros, de posibles aperturas-, como por los tractos -la laringe, los pulmones y sus conexiones, la vulva y su cima en el útero-, conexiones y filtros que propician una ósmosis de significados que, más allá de la pura objetualización del cuerpo, que la artista no rehuye, reclama la individuación y el reconocimiento de una identidad propia.

La ha resuelto además en una nítida línea formal que empezó con cierta lectura «templada» de la escultura de Oteiza, a la que ha añadido, desprendiéndose del modelo, sus cualidades de dibujante, capaz de analizar y revelar los elementos estructurales de la imagen elegida, y un uso del collage -tanto en su posible vertiente objetual escultórica, como en la superficie plana- que más que un recurso es, en sus manos, un sistema específico de entramar su pensamiento plástico, que le permite combinar figuras y encarnaciones procedentes de campos semánticos extremadamente dispersos.

Hay, además, un nexo entre objetos-cuerpo y palabra, muy evidente en los títulos y en los textos de una artista que se explica más que bien, y que usa de un sentido del humor más que de la explotación de la queja, como pieza de resistencia para sus provocaciones.

En los dibujos y piezas ahora expuestos -en apariencia mucho más próximos a la pintura que a la escultura- la superposición de imágenes en planos referentes individuales proporciona una imagen otra, nada humorística por cierto, en la que predominan los colores sanguíneos, el rojo y el azul -que así aparecen en su representación gráfica arterias y venas y así al menos se nos filtra el tinte de la sangre a través del coladero de la piel-, en los que importa más la textura que la pincelada, más la materialidad de los pigmentos, cortes y superficies que el gesto. Mantienen, sin embargo, una firmación de la artista respecto a sus obras precedentes: son constructoras del sujeto, del yo o de su fragmentación.