El conjunto de límites que constituye lo que llamamos “cultura” se encuentra imbricado en la construcción del monstruo: es una categoría que alude a ese mismo límite, a lo marginal, al mecanismo epistemológico (abyecto) fundamental en la construcción de las identidades y en la señalización de las desviaciones excluidas. La construcción y producción de sujetos está circunscrita por un exterior, una zona inhabitable sólo habitada por el dominio de lo abyecto. Lo abyecto no se refiere ni a un sujeto ni a un objeto, sino alude a aquello indiscernible que degrada o expulsa al sujeto de los términos de la sociabilidad, un espectro que amenaza su propia estabilidad como sujeto en el marco social[1]. Se trataría, por lo tanto, de entender e interpretar la cultura a través de los monstruos que engendra.[2]
Los monstruos habitan lugares y tiempos siempre desplazados e inciertos, cruces de caminos, encrucijadas. El monstruo aludiría a lo silenciado, inaccesible, latente (en el sentido freudiano) referido a lo que acecha adormecido, persigue, atormenta, y siempre vuelve “monstrándose”. Etimológicamente monstruo significa aquello que se muestra, revela, que es susceptible de interpretación. El pasado que retorna al presente como lo reprimido, lo repudiado y excluido que espera paciente para emerger en el futuro. O también, lo latente como lo oculto referido al propio yo inaccesible: lo invisible, lo inconmensurable como lo otro, lo ajeno, lo monstruoso en el seno de uno mismo y con lo que uno no se comunica y desconoce; el reconocimiento, por tanto, de nuestra dependencia de los otros, de otros sujetos y otros tiempos. Lo ajeno en la propia vida, un relato cuyo sentido a veces no es accesible a nosotros mismos.
Bruno Latour, filósofo de la ciencia y sociólogo, describe la modernidad como un proceso de purificación, celebratorio de las identidades y obsesivo con los límites entre lo humano y lo no humano. El proceso de construcción de los sujetos modernos, de los sujetos ciudadanos con derechos, ha venido acompañado de la construcción de los otros considerados objetos: naturaleza, cuerpo, mujer, nativo, materia. Lo híbrido, lo monstruoso que amenaza con transgredir los límites es expulsado como lo no humano, lo innombrable frente a lo que es construido para ser recibido como humano, natural y norma. Lo abyecto, generador de monstruos es “aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas. La complicidad, lo ambiguo, lo mixto”[3]. Es la amenaza que viene de un afuera incontrolable o de un adentro insondable.
El íntimo-monstruoso
Nuestra tradición intelectual está basada en la creencia de que “la verdad del hombre es pensada como su coincidencia consigo mismo”[4], es decir su identidad. En esta tradición del sujeto cerrado, autónomo, definido en función de la diferencia, es decir de la distancia respecto al Otro, se considera que es en soledad donde el hombre experimenta su yo íntimo, auténtico, su más sagrada verdad. El monstruo es siempre un ser solitario. La vida social siempre sería una máscara que falsea y adultera su pureza. O más bien toda vida social sólo sería posible si cada uno de nosotros falsea su ser. “La intimidad sería, entonces, aquello que está prohibido revelar a los otros”[5]. Una verdad maldita, prohibida; una verdad que guardamos en secreto o que se expresa mediante confesión, maldición, culpa, falta y redención. Un sentimiento de intimidad que se siente como anomalía, monstruosidad que impide el trato con los demás, como lo expresan dramáticamente Kierkegard o Kafka. En esta filosofía de la conciencia, del yo solipsista e idéntico a sí mismo, “la intimidad sería aquello, -esa anomalía, esa monstruosidad, esa deformidad o desproporción- que, de convertirse en público, derrumbaría toda posibilidad de relación social”[6]. El ser humano sería constituido por fuerzas irreductibles, fuerzas de exclusión y abyección que producen un afuera del sujeto, un afuera abyecto que genera monstruos y que es al mismo tiempo lo “interior” del sujeto, aquello que constituye su repudiación fundacional.[7]
El sentimiento de autonomía, identidad del yo se ve alterado por el sentimiento ambiguo y misterioso de ser y tener al mismo tiempo un cuerpo. Nuestra doble naturaleza animal y racional, nuestra condición de finitud, establece un doblez, un intervalo, un hueco íntimo en donde es posible sentirse uno mismo. Mantenemos una distancia con nosotros mismos, debido a nuestro estar en el mundo espacial y temporalmente, lo que nos impide ser un círculo cerrado y nos hace estar permanentemente abiertos. Estamos habitados por lo “otro”. Yo soy otro. (Rimbaud). Y justamente, es en este diferir donde la persona adquiere unidad -persona etimológicamente hace referencia a un agujero que suena, a un interior que repica- y es en esta no coincidencia en el seno de su propia mismidad donde reside su monstruosidad, es decir su intimidad.
Este carácter ambivalente del cuerpo se ve acentuado en el rostro, como lugar privilegiado donde la fragilidad y las metamorfosis del tiempo se hacen más patentes. El rostro es la parte del cuerpo designada (históricamente) a representar la soberanía del ser humano, su unicidad y al mismo tiempo el lugar más sensible donde el ser humano siente su no coincidencia, su imposibilidad de existir sin estar separado de sí mismo. De ahí la extrañeza y el sentimiento de distancia respecto a nuestra propia representación en vídeo, fotografía o frente al espejo. “Te miras y te dices que sin duda eres alguien, que ése del espejo eres tú. Y eres tú. Pero no hay nadie” (Miguel Morey). ¿Es por ello el rostro un lugar privilegiado para lo monstruoso, para las figuraciones monstruosas?. Las deformaciones o transformaciones del rostro se leen como degeneraciones desde el punto de vista moral (Jekyll y Hide o en el Retrato de Dorian Gray). El rostro sin embargo siempre está atravesado por una mueca, arrugado por el tiempo, habitado por lo otro, lo inhumano. En La metamorfosis de Kafka o en el film de Cronemberg “La mosca” está ejemplificado en su grado límite el rostro como figura de la alteridad, habitado por el monstruo interior desconocido. La figura humana abriga lo inasible del otro en el seno de su yo. El rostro es otro[8]. Merleau Ponty lo expresó hermosamente: “Vivo en la expresión facial del otro”, para expresar que nuestra experiencia del mundo necesita estar imbricada en la elaboración afectiva de nuestras relaciones interhumanas.
El rostro es la zona del cuerpo más relacional, un pasadizo de comunicación entre los seres humanos, donde se establece el deseo de establecer contacto con los semejantes. La máscara quizá sea en este sentido, la acentuación del carácter dual que el rostro ya encarna: individualidad y comunidad, yo y otredad, permanencia y muerte. Revelador de las emociones, preservador de la intimidad, es la herramienta que nos permite una comunicación emocional, establecer vínculos con los otros. Este doblez irreductible, ha sido ejemplificado en el cine y en la literatura en la figura de los gemelos. En la novela “Los meteroros” de Michel Tournier el espacio que separa a los gemelos es al mismo tiempo su unión. En la película Dead Ringer de Cronenberg la duplicación no supone una distancia negativa sino una conexión. Todos albergamos un gemelo, un otro, un monstruo.
El afuera monstruoso
Debido a su carácter liminal, híbrido, el monstruo “vuelve” en tiempos de crisis, como un tercer término que hace cruzar y permear las identidades excluyentes –masculino/femenino, blanco/negro, humano/máquina, naturaleza /sociedad, sujeto/objeto, cuerpo/pensamiento- en los que la modernidad ha basado sus mitos. Vivimos tiempos de monstruos.
El monstruo habita esa “zona de ininteligibilidad que rodea el espacio de los efectos inteligibles”[9], el espacio de lo legítimo. Este espacio conceptual monstruoso, por lo que tiene de híbrido, de disolución de los dualismos, constituiría un margen para releer, interpretar, rearticular los discursos y paradigmas dominantes. La movilización de las categorías identitarias, los procesos de desidentificación posibilitan la rearticulación de movimientos de contestación. En el feminismo y en las políticas “queer” se están materializando importantes espacios de desidentificación respecto a la diferencia sexual instituida.
En el ensayo “Las promesas de los monstruos”[10] de Donna Haraway el monstruo es metáfora de desidentificación en su proyecto regenerativo en donde se cruzan y disuelven las fronteras para dar paso a nuevas figuraciones, formas de acción y de responsabilidad. Consciente de la construcción del concepto de naturaleza como lo Otro en la historia del colonialismo, racismo, sexismo y todo tipo de dominación de clase, busca imaginar otro tipo de relación con la naturaleza al margen de la posesión y la reificación; romper con la exclusión de los otros en la constitución de las identidades. La naturaleza, la materia, el cuerpo, la mujer, el nativo son construidos como lo Otro, como objetos (de estudio) de un sujeto masculino, blanco, heterosexual. “No hay naturaleza, sólo efectos de naturaleza: desnaturalización o naturalización” (Derrida). Haraway destaca “the artifactuality of nature” para hacer convocar en su designación a muchos actores humanos, orgánicos y tecnológicos; hacer convocar a los monstruos, “los otros inapropiados. Bajo la influencia de la ciencia ficción explora la interpenetración de las fronteras entre cuerpos y máquinas, las identidades se abren al otro diferente e inesperado, a la alteridad no sólo humana, sino que incluye, la máquina, lo animal, lo vegetal, lo animal, lo divino.
El monstruo encarna la diferencia: toda alteridad se inscribe en la figura del monstruo. “El monstruo es aquel cuerpo cultural incierto en el que se condensa una intrigante simultaneidad o doblez”[11]. Ni del todo familiar, ni completamente extraño, es a la vez liminal y estructuralmente central para la percepción de la normalidad. “Constituye el lugar de una identificación espantosa en oposición a la cual – y gracias a ella- el dominio del sujeto circunscribe su propia demanda de autonomía y vida”[12]. La identidad necesita proyectar su propia diferencia, construir exteriormente algo de lo cual diferir. No diferenciarse es dejar de existir. La promesa de los monstruos consiste en este carácter delatador de la relatividad de toda identidad, de todo sistema, su fragilidad, su mortalidad. Existe una conexión entre el proceso de monsterización y el chivo expiatorio (René Girard). La rigidez de lo Uno que disimula su existencia de ser finito.
La figuraciones monstruosas y los cyborgs de Haraway han servido de inspiración a numerosos estudios feministas sobre ciencia y tecnología[13], ensanchando el fértil espacio común, de mixtura entre las ciencias de la naturaleza y los estudios de la cultura, fundiendo las dicotomías género/sexo, humano/no humano, artefacto/naturaleza. El monstruo es metáfora de una permutación de esas identidades esencialistas, prefijadas, en identidades autoconstruidas, cambiantes, transexuales, cyborgs.[14] Cuerpos-monstruos que incluyen en sí mismos otras entidades, cyborgs con partes maquínicas, enfermos de sida que lleven en su seno otros seres. La figura del cuerpo gestante, del cuerpo que difiere en su interior, del cuerpo maternal es crucial en la imaginería del monstruo. El proceso de la construcción y designación de la mujer como otro se realizó en el discurso científico el siglo XIX a través del énfasis en la universalidad de la mujer y en el cuerpo femenino como diferente y complementario del cuerpo masculino, donde se hacía un énfasis arbitrario en las diferencias. Se ubicó la especificidad de la mujer en el cuerpo, en el órgano reproductor, en el útero como el sitio de la feminidad naturalizada. Aquellas mujeres que subvierten su función natural, sus roles son monsterizadas como brujas, gorgonas, Lilith, Scylla. El cuerpo femenino deviene así el lugar de las más intensas atracciones y repulsiones. Su capacidad de contener otros seres, de multiplicarse, lo hace abyecto, es uno y otro, no coincidente consigo mismo. Alien es ese cuerpo maternal primario de una repulsiva capacidad reproductora.
El monstruo es un cuerpo puro, un cuerpo-texto que ocupa un punto de intersección entre lo sobrenatural y lo terrenal. El cuerpo (monstruoso) contemporáneo se ha convertido en un lugar de desidentificación. El cuerpo no parece ya constituir ese límite en el cual basar nuestra identidad, como factor de individuación, signo de diferencia personal (de sexo, género o nación) y lugar primario donde se inscribe la experiencia. El cuerpo ya no es ese límite inviolable sino una sustancia mutable y metamorfoseable (Robocop). Las nuevas tecnologías parecen conducirnos a una era de incertidumbre que se proclama postcorporal, post-biológica (Moravec) o postevolucinista (Sterlac). La especial relación que se daba en la modernidad entre la medicina institucionalizada y la percepción del cuerpo da paso a un cuerpo hecho por y para las tecnologías: la materia orgánica es un conjunto organizado de mensajes, de información. La nueva identidad del ser humano es su código genético. A medio camino entre la modernidad y la posmodernidad, la artista francesa Orlan se somete a la mesa de operaciones, desnaturaliza el cuerpo, suprime las fronteras entre la naturaleza y la cultura, el cuerpo y la experiencia, pero no a la manera posmoderna enfatizando las representaciones y simulacros, sino haciendo de su propio cuerpo, a la manera de un Frankestein, el lugar de confluencia de lo público y lo privado, uniendo arte y vida, por el lado de la tentación de la muerte.
La realidad virtual legitima la oposición radical cuerpo y espíritu, disociando cuerpo y experiencia; las emociones son un efecto de las imágenes en una situación de aislamiento sensorial y de réplica del mundo en imágenes. De la producción de sensaciones simuladas a la desaparición del cuerpo; de la construcción y reconstrucción del cuerpo a la mejora genética de su naturaleza siempre imperfecta; de la telepresencia a la soledad del “homo clausus” en su ficción decepcionante de conectividad total, el monstruo nos habita. Los monstruos contemporáneos exorcizan virulentamente aquello que se quiere acallar, silencian y envuelven en ausencia lo que es latencia constante: la muerte que nos enfrenta a nuestra propia finitud. La muerte, como el otro más absoluto, lo más temido, lo inaccesible, lo que no se puede poseer, es exorcizada en la vida real y se muestra (monstruosamente) onnipresente en la producción de los espectáculos mediáticos. En “la cultura del snuff”[15] -muerte en directo, transmisión de ejecuciones, representación de la violencia real- la muerte es inmortalizada. Los rostros deformados por la mueca final, el gesto en el momento extremo de dolor se muestran, como antaño los cuerpos de los monstruos en las cortes y los circos, constituye la mayor y más monstruosa obscenidad.
Texto publicado en la revista Artyco, nº 11, 2001
[1] Han tenido lugar en la década de los noventa y en el panorama internacional algunas exposiciones sobre lo abyecto: Bad Girls, Londres, 1994; Ritos de paso: Arte para el final de un siglo, Londres, 1995; Fetichismo, Brighton, 1995.
[2] Jeffrey Jerome Cohen en Monster Theory. Reading Culture, University of Minessota Press, Minneapolis, 1996, propone propone tomarse seriamente lo monstruoso como discurso cultural.
[3] Poderes de la perversión. Julia Kristeva. Siglo XXI, Argentina, 1988. Pág. 11.
[4] José Luis Pardo, La intimidad, Pretextos, Valencia 1996, pág. 135. El autor habla de lo monstruoso en relación a la intimidad: frente a “la falacia del solipsismo”, de las identidades cerradas, es decir de una concepción de la intimidad reñida radicalmente con la vida social, con lo relacional, plantea la mismidad del ser humano, un ser multiplicado en su interior, siempre diferido, repicado, habitado por la alteridad, el monstruo, indiferente a la obsesión de unidad. Circunstancia que le posibilita su propia intimidad y una intimidad compartida.
[5] José Luis Pardo. Op. cit, pág. 140.
[6] José Luis Pardo. Op. cit. pág. 142.
[7] Judith Butler. Bodies that matter. Routledge, New York, London,1993. Pág. 3
[8] David Le Breton. Des visages. Métailié. París, 1992. Pág. 167.
[9] Judith Buttler. Op. cit. pág. 22
[10] Donna Haraway. The Promises of Monsters: A Regenerative Politics for Innappropriate/d Others. Lawrence Grossberg, Cary Nelson, Paula A. Treichler, eds., Cultural Studies. New York; Routledge, 1992. Pág. 295-337.
[11] Cohen. Monster Theory. Op. cit. pág. ix.
[12] Judith Buttler, op. cit. Pág. 3
[13] Between monsters, goddesses and Cyborgs. Feminist Confrontations with science, medicine and cyberspace. Nina Lykke y Rosi Braidotti.
[14] Citar brevemente algunas exposiciones y publicaciones del panorama español referentes a la subversión de las identidades: Juan Vicente Aliaga. Bajo vientre: Representaciones de la sexualidad en la cultura y el arte contemporáneos. Colección Arte, Estética y Pensamiento, Generalitat de Valencia, 1997. Transgenéric@s: Representaciones y experiencias sobre la sociedad, la sexualidad y los géneros en el arte español contemporáneo. Koldo Mitxelena, 1999. Zona F. Sujetos imprevistos (Divagaciones sobre lo que fueron, son y serán) Helena Cabello y Ana Carceller. Generalitat de Valencia, 2000. El rostro velado. Travestismo e identidad en el arte. Jose Miguel G. Cortés. Koldo Mitxelena, 1997.
[15] Roman Gubern, El eros electrónico. Taurus, Madrid, 2000. Pág. 185.