Notas sobre Antígona

La tragedia de Antígona sigue preocupando a escritores y filósofos contemporáneos[1]. Las dudas que pueda tener sobre el anacronismo del tema se disipan. Desde que Hegel se interesara por Antígona, esta figura femenina se ha convertido en el mayor referente de la especulación ética. Una figura fascinante que nos sirve para hablar y figurar nuestra propia contemporaneidad.

Recordamos aquí que Antígona da el nombre a una tragedia de Sófocles. Hija de Edipo y Yocasta, hermana de Eteocles y Polínice, asistió al padre desesperado y ciego, y tras su muerte, cuando sus hermanos murieron uno en brazos del otro en la contienda civil por el trono de Tebas, dio sepultura al cadáver de Polínice en contra del tirano de Tebas, Creonte, que había ordenado dejarlo sin sepultura. Por esta razón Antígona fue condenada a ser encerrada de por vida en una tumba, donde después se quitaría la vida ahorcándose.

María Zambrano corrige a Sófocles y nos dice que Antígona no se suicida en la tumba donde la mantienen encerrada. “Antígona, en verdad, no se suicidó en su tumba, según Sófocles, incurrriendo en un inevitable error, nos cuenta”[2]. Zambrano en esto es rotunda: “En verdad no podía morir de ninguna manera Antígona”[3]. Es una negación tan rotunda que nos obliga a  preguntarnos qué hay en juego en la muerte de Antígona. ¿Por qué Antígona tiene que vivir?

Lo que está en juego en Antígona es la pasión del sujeto, una pasión que puede ser mortífera. Antígona se nos muestra como un sujeto pulsional, arrastrado por el puro deseo, ¿deseo de qué? Deseo de muerte nos dirá Lacan. Antígona se enfrenta drásticamente a Creonte, lo desafía, transgrede las leyes de la ciudad aún a riesgo de su propia vida: “¡Lo que es a mí, obtener este destino fatal no me hace sufrir lo más mínimo!”[4]. Pulsión de muerte en estado puro. La pasión que lleva a Antígona “es aquella que ya apunta hacia la muerte”. Lacan coloca a Antígona en un lugar o zona límite: entre la vida y la muerte, muerta en vida o viva muerta.

Antígona se resiste a Creonte, a su edicto de no enterrar a su hermano Polinices, a ese poder que se ejerce más allá de la muerte, un poder que quiere apropiarse de la vida más allá de ella misma. Creonte también se ve arrastrado por la pulsión de muerte, especie de psicópata que gobierna al mundo con una ley pura que no requiere corrección, esa corrección que le exige Antígona. Ejerce un poder que anula a los sujetos, un poder sobre el cuerpo, más allá de la muerte del cuerpo, un poder incluso sobre el cadáver. ¿El sujeto moderno no está sometido al poder moderno que solo define la vida en términos biológicos? ¿No ejerce este poder una soberanía tan extensiva como profunda sobre el cuerpo más allá de su vida? ¿No prefigura la persecución de Creonte de Polinices la persecución de la ciencia médica moderna y del biopoder de los sujetos más allá de la muerte en situaciones por ejemplo de coma prolongado?

Antígona se resiste a ser un cuerpo definido desde la muerte, un cuerpo que aún sabiendo que su destino es morir, ¡cómo no lo ha de saber si habita en una tumba!, quiere elevarse de estas condiciones, gritar el poder del cuerpo: “Sólo viviendo se puede morir”. Antígona tiene un trabajo que hacer, “corregir el timón de la pulsión de muerte es ser responsable del mundo. Digamos que es no hacerse el inocente”[5].

María Zambrano le da un tiempo a Antígona, lo necesita y le da también un espacio, ese lugar que le estaría destinado a su hermano Polínices. Antígona habita la tumba que debería acoger el cadáver de su hermano. En la tragedia de Sófocles el cadáver de Polínices es aquello de lo que se habla pero no aparece en escena. La tarea de los mensajeros trágicos es contar lo que no aparece, lo que no es visible por intolerable -lo real, el cadáver, la muerte, la corrupción- pero de lo que se cuenta. “La tragedia como género no tiene sentido sólo por la piedad que despierta en el espectador, piedad por las pobres y vulnerables criaturas que son los hombres, el conflicto trágico no alcanzaría a serlo, a ingresar en la categoría de tragedia, si consistiera solamente en una destrucción; si de la destrucción no se desprendiera algo que la sobrepasa, que la rescata”.[6] El sentido de la tragedia no es catártico ni elegiaco. Su finalidad es trazar una línea sublime, humana, una vía que articule, que permita que podamos hablar, que simbolicemos lo intolerable e inhumano –lo real.

Y este espacio de la ausencia, espacio en off, es lo que Antígona quiere preservar, guardar, habitar y sostener. Antígona habita un espacio entre la vida y la muerte pero para trazar la barra significante, la línea de separación entre la vida y la muerte, señala el lugar, lo reasigna. Antígona es la figura horizontal, atravesada por la palabra, por lo que está más alto y lo más bajo. Es el espacio que Creonte niega y que Antígona reclama: el derecho de todo ser nacida, “que se le conceda seguir naciendo, al menos en la forma indispensable, antes de morir”.

Y Antígona delira, habla. La tumba es un espacio de palabras, palabras que atraviesan los cuerpos, palabras corporales, el olvido de los cuerpos. Los miembros de su estirpe maldita se le presentan como fantasmas. Rompe así su maleficio familiar, su filiación, su propia determinación, “ella está destinada a destruir su destino a través de su acto”[7].

Sus palabras son también confesión de una culpa histórica asumida activamente, la memoria del sacrificio sufrido por las víctimas de la guerra. “Toda historia es de sangre. Por eso no me muero, no me puedo morir hasta que no se me dé la razón de esta sangre y se vaya la historia, dejando vivir a la vida. Sólo viviendo se puede morir”[8]. La tumba es un espacio de memoria, un monumento.

La tumba de Antígona tiene una puerta, “la puerta de mi condena”. Antígona la deja como está, como la han dejado: abierta y cerrada al mismo tiempo “ni la he de cerrar, ni la he de abrir”. La puerta es la aceptación de la culpa, de la condena. Antígona no obedece la orden, pero obedece el castigo. Reconoce su culpa, sabe de su culpa, sabe de su soledad, se hace responsable, es responsable de su acto y de su decir, la tumba es su voz. No se dice de sí misma víctima (de los sucesos no es culpable) sino responsable de los pasos que ha dado.[9] No hay victimización alguna en Antígona, no comparecen los verdugos, los ha dejado fuera. La tumba es un nacimiento, una cuna, un nido. La escena fantasmática de agresor y víctima está rota: “No tumba mía no voy a golpearte. No voy a estrellar contra ti mi cabeza. No me arrojaré sobre ti como si fueras tú la culpable.”[10]

El acto de transgresión de Antígona, su oposición a la ley de Creonte, no es el acto de un sádico que desafía a la ley porque ama a la ley y la quiere probar en su propio cuerpo, a través de la condena. Al contrario, Antígona se enfrenta a una ley deslegitimada, señala una fisura en la ley, rechaza la ley pero acepta la condena. Es un acto de responsabilidad, “porque el acto de vivir queda siempre a cuenta del sujeto, nunca queda a cuenta de los otros.”[11]

La tumba de Antígona es un telar de una araña. “Me dejas sola con mi memoria, como la araña. Esta tumba es mi telar. No saldré de ella, no se me abrirá hasta que yo acabe, hasta que yo haya acabado”[12]. El trabajo es recomenzar cada vez, repetir, reconocer, un trabajo infinito, que seguirá eternamente mientras haya hombres, historia, porque es interminable la necesidad de significar, separar, poner la vida a buen recaudo, resistir a la pulsión de muerte, a la peste que asola Tebas.

Es el trabajo del arte, de la subjetividad: telares, puertas, amor y palabras que atraviesan el cuerpo. En eso estoy.

Abril 2007


[1] Es extensa la lista, entre otros destacaría:

Joan Copjec. La tumba de la perseverancia. Sobre Antígona. En Imaginemos que la mujer no existe.

Judith Butler. El grito de Antígona.

Lacan. El brillo de Antígona

Steiner. Antígonas

Patrick Guyomard. El goce de lo trágico

Luce Irigaray: Etica della differenza sessuale

[2] María Zambrano. La tumba de Antígona. Mondadori. Madrid. 1989. Pág. 17.

[3] Op. cit. pág. 32

[4] Sófocles. Antígona.

[5] Francisco Pereña: La pulsión y la culpa, pág. 82.

[6] María Zambrano. La tumba de Antígona, pág. 17.

[7]Joan Copjec. Imaginemos que la mujer no existe, pág. 75.

[8] María Zambrano. La tumba de Antígona, pág. 48.

[9] Claude Lanzmann, el autor de Shoah, dice que no hay que preguntarse por las causas del Holocausto en el sentido de que no hay causas exculpatorias, sino sólo acciones libres.

[10] María Zambrano. La tumba de Antígona, pág. 42.

[11] Francisco Pereña. La pulsión y la culpa, pág. 181-182.

[12] María Zambrano. La tumba de Antígona, pág. 48.