Dos o tres cosas que sé, o creo saber, de ellas -las convocatorias de premios; las artes visuales; algunas obras hechas por mujeres-.
Desde que Rosalind E. Krauss publicó su muy citado «Sculpture in the Expanded Field» («La escultura en expansión» o «La escultura en el campo ampliado y/o extendido», podrían ser algunas posibles traducciones), en 1979, la idea de que la obra de arte se acomodaba con dificultad a las reglas de las distintas disciplinas (pintura, escultura, fotografía…) fue ganando terreno.
En dicho texto, Krauss constató que en los diez años anteriores a la redacción de su ensayo, una serie de «cosas» («things» es el término que ella emplea) fueron- consideradas esculturas. He aquí algunas de las que esta estudiosa estadounidense menciona: «estrechos pasillos con monitores de televisión en los extremos; grandes fotografías que documentan lugares para hacer excursiones por el campo; espejos colocados en extraños ángulos de habitaciones corrientes; líneas provisionales que surcan el desierto cortándolo (…)» (1)
Tras la enumeración, Krauss planteó que la escultura entendida como categoría había entrado en un proceso de maleabilidad tal que había perdido el sentido semántico que poseía.
«Pensábamos que estábamos utilizando una categoría universal para legitimar a un grupo de obras, pero la categoría se ha tenido que adaptar a tal heterogeneidad que se halla, ella misma, en peligro de desmoronamiento (…)» (2)
Se puede decir, sin ambages, que, desde la perspectiva que nos depara 1995, el derrumbamiento ya se ha producido, y que éste no se refiere tan sólo a la escultura, sino que afecta, asimismo, al resto de las denominadas técnicas y disciplinas artísticas.
Hoy en día, se produce un continuo trasvase entre los diferentes procedimientos artísticos, erosionando las fronteras entre la pintura, la escultura, el vídeo, la instalación y demás. A duras penas, el concepto de arte se mantiene como una suerte de mal menor que permite englobar la pluralidad de opciones que maneja ese personaje que hemos venido llamando artista, y que encierra también la función de organizador / apropiacionista / ladrón / compilador de imágenes / relaciones públicas… Y si esto es así, huelga decir que la separación por modalidades técnicas no se corresponde con lo que los artistas demandan. Por consiguiente, creo que es sensato que se produzca una adecuación entre lo que el arte actual exige y los premios artísticos.
Dicho esto, esta edición permite constatar un conjunto de cuestiones en absoluto ociosas.
En primer lugar, destacaría el hecho de que el síndrome de la ansiedad de las influencias (Harold Bloom, dixit), o formulado de otra manera, la huella o impronta que algunos artistas señeros dejan en las jóvenes generaciones (entiéndase por «señeros», a los consagrados, que han marcado algunos hitos en la historia del arte contemporáneo, cosa que debe ser revisada para relativizar la hegemonía de los cánones, que suelen establecerse desde postulados formalistas) ha adquirido otro sesgo. Observo mayor libertad y desparpajo a la hora de rendir tributo / adueñarse / citar (son distintos grados de un proceso semejante) a la obra establecida mediante valores de distinto orden, fijados principalmente desde la crítica, la historia del arte y la estética. En ese sentido, las alusiones, más o menos explícitas a otras obras no son, para mi sorpresa, deudoras de un culto a los lenguajes que mayor eco han alcanzado en los últimos años: al contrario, constato una mirada plural (hacia Joseph Beuys, Luis Gordillo, Gerhard Richter, Anselm Kiefer, Donald Baechler …), de lo cual no se puede inferir siempre una adscripción estricta a una estética cerrada. Por otro lado, el nivel de integración de dichos influjos varía, desde la tentación del calco al simple guiño (¿ingenuo, perverso?).
En segundo lugar, y en relación a lo ya enunciado, conviene resaltar que entre las obras presentadas no hay ningún lenguaje claramente predominante. ¿Se han acabado los tiempos en que cada cinco años surgía una nueva nomenclatura? ¿Vivimos inmersos en los balbuceos de un movimiento que pugna por abrirse paso, o habrá que descartar sine die la simple mención del término tendencia o corriente por resultar obsoletos?
No obstante, la enumeración de obras cercanas tanto a la abstracción (geométrica, dura, lírico-onírica o incluso espúrea; ¡a saber si estos adjetivos tienen alguna credibilidad!) como a la figuración (hasta llegar al hiperrealismo), o a la hibridación entre distintas formas (semejante a la homeless representation o «representación huérfana», término que se acuñó para hablar de algunas pinturas de Kooning), no deja de supurar en las más de las obras de Gure Artea 95 una apuesta (consciente o no) por una concepción del arte como discurso ensimismado y autónomo de la realidad. Ora estamos ante piezas que se insertan en una tradición plástica autorreferencial, ora en una línea idealizadora e ilusionista, ora en una recreación de prácticas formalistas ya conocidas.
A mi entender, la savia más substanciosa corresponde a algunas obras que, sin que pueda establecerse un continuum lingúístico entre ellas, apuntan a la representación del cuerpo, entendido como entidad sexuada. Se trata de la afloración de una cuestión que ha estado reprimida o silenciado durante demasiado tiempo, y que está permitiendo en la actualidad, desde la aparición de los Gender Studies (estudios acerca del género), la germinación de discursos sobre la masculinidad y la feminidad. Entro en materia: en el caso de la obra de Itziar Okariz, una tela de látex, Sin título, cubierta de unas figuras entrecruzadas (lenguas y otros órganos de difícil fijación), se crea la sensación visual del tatuaje o inscripción de un dibujo sobre una superficie que no es sino el remedo de la piel (otra piel). Una estampación reiterativa y mecánica que induce a pensar en la despersonalización del cuerpo y de las prácticas sexuales, aquí indeterminadas (la piel actúa como metonimia del cuerpo). Por otro lado, en Juguemos a prisioneras de Azucena Vieites, mediante el recurso de las transparencias, se pone en juego tres figuras femeninas: en un primer plano, en posición horizontal dos mujeres entrelazadas (o la misma duplicada en un efecto de espejo) ocupan la parte inferior de la pieza (la cual surge de lo que parecer ser un cuaderno de dibujo); en la parte superior del mismo plano, otra mujer de cabello corto parece mirar en dirección de un texto escrito en el extremo derecho, que habla de un festival de cine gay y lésbico. En segundo plano, a modo casi de un palimpsesto que emerge del fondo, se distingue la silueta de una mujer también de pelo corto —una estampa muy abundante en cierta imaginería
lesbiana, aunque no exclusivamente—. Vieites expone un mundo de mujeres y para mujeres en el que la presencia masculina está excluida.
Otra de las piezas que exhíbe lo femenino es la de Txaro Fontalba. Con el flaubertiano título de La educación sentimental dos planos poligonales encierran un urinario, imitación del de Duchamp/Mutt que contiene, en tonos carnales, la forma de una vagina. En ella se centra todo el protagonismo. Del aparato evacuatorio masculino a los genitales femeninos.
La centralidad de esta temática es tratada, asimismo, por Patricia Bernabé, que firma su Autorretrato. Una enorme silueta que semeja un corte vertical de la pelvis de la mujer (del útero a la vagina) parece formada por pequeños cuadrados tintados de un rojo menstrual. La sobrecogedora y magnificada imagen del icono femenino se adueña de la composición, recordando al espectador, sea cual fuere su sexo, que una de las capacidades de la mujer, la reproductora, está intrínsecamente unida a la sangre y a todo lo que este líquido simboliza. Y hasta aquí este recorrido, que no se pretende exhaustivo ni objetivo (tal empeño sería baladí) para hablar de una edición, plural y enriquecedora, del Gure Artea.
(1) «Sculpture in the Expanded Field» de Rosalind E. Krauss se publicó por vez primera en la revista October, n.*8. Primavera de 1979. Recogido en The Originality of the Avant-Garde and Other Modernist Myths. The MIT Press. Para esta cita, véase la página 277.
(2) Ibídem. p. 279.
Juan Vicente Aliaga, 1995