El pasado 18 de mayo participé en una mesa redonda de debate sobre violencia simbólica y género, organizado por Festival Fuerza Electromotriz.
El debate fue moderado por Mireya Martín Larumbe. También participaron: Celia Martín, Doctora en Historia del Arte y docente de Educación Secundaria, y Teresa Iriarte Martín, Periodista e investigadora social en masculinidad y medios.
Podéis ver y escuchar las intervenciones y el debate en este vídeo
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Mi trabajo en arte lo realizo en la escultura, dibujo y pintura y como artista en activo y desde la perspectiva del arte y de mi práctica personal voy a hacer mi aportación a esta mesa.
Traigo aquí un conjunto de obras realizado durante los años noventa, que es cuando comencé mi trabajo en arte más personal, desmarcándome de lo hecho anteriormente. Esta diferencia respecto de los trabajos anteriores tenía que ver con la influencia en mi obra de los llamados estudios acerca del género, el feminismo, los discursos sobre la masculinidad y feminidad y también el cuerpo como entidad sexuada.
Esta obra es del año 96 y lleva por título «Rostro útero» y es parte de una serie más amplia titulada «Desrostros«. Tiene como primer referente el famoso urinario de Duchamp, Fontaine. Duchamp como es sabido es uno de los «padres» del arte de vanguardia del siglo xx y es particularmente apreciado por ser el fundador del arte conceptual. Su obra Fontaine fue percibida más por su capacidad de utensilio desplazado y descontextualizado que por su dimensión social y sexual. Sin embargo toda la obra de Duchamp está fuertemente sexualizada. Es suya la frase: «No se tiene más que por hembra el urinario y de eso vivimos”. Se refería al carácter onanista del objeto urinario, convertido en sexo femenino. Un objeto que, a modo de metonimia, rezuma sígnica sexual y de género. Si Duchamp travestía el sexo femenino en urinario, yo resignificaba el urinario en sexo femenino y más aún en rostro. En su momento escribí: “Reinterpretar, des-identificar, resignificar bajo el signo de lo problemático el ser-mujer-efecto de una heterodesignación“. Abrazar, identificarse con lo femenino significa, en el orden simbólico patriarcal, acceder a un lugar devaluado y significado por la proyección masculina. Transformo, travisto, deformo, desarbolo el objeto urinario, hasta hacer de este utensilio banal del mundo privado masculino, un artilugio burlado y embellecido otorgándole un sentido bisexual y mixto.
Esta idea de cruzar rasgos de hombre con otros de mujer también está en otra obra anterior «La educación sentimental«. Superpongo y cruzo dos urinarios mediante planos poligonales enfrentados y lo convierto en un objeto feminizado en forma de vagina empleando tonos carnales. Transformaba el aparato evacuatorio masculino a los genitales femeninos.
Posteriormente con esta imagen realicé un calzón que se puede colgar en una pared como una pieza a contemplar o se puede llevar también puesto a modo de ropa interior o como se quiera».
Recurro a la ironía para convertirme a mí misma en un ser de rostro hueco y bigote postizo como si fuera una drag-king. Lo metamorfoseo en femenino con aditamentos en clave neosurrealista: con una toca lo convertía en monja; con un gorro, en rostro de aviadora, boxeadora o Medusa.
Mediante la equivalencia rostro-útero del título aludía y a la vez contradecía la idea de maternidad como el “verdadero” rostro -la identidad- de la mujer; la maternidad como el destino privilegiado y sagrado de las mujeres. El rostro ha sido considerado por el humanismo la parte esencial y más personal del cuerpo que expresa el alma y lugar privilegiado de las funciones sociales -comunicativas, expresivas e intersubjetivas. Mi interés por el rostro y las máscaras está vinculado a mi interés por la subjetividad. Mediante el juego paródico de la mascarada, desvelo que feminidad y masculinidad son constructos. Fuerzo a reconocer los procesos de producción y lo convencional de los atributos del género. Trabajo y asumo las convenciones para subvertirlas, explicito la feminidad para cancelarla.
La consideración de la feminidad como una mascarada parte de una psicoanalista, Joan Riviere en los años 1920. Afirma que la feminidad es un disfraz que las mujeres utilizan para ajustarse a las construcciones sociales de lo que se entiende por «ser mujer», una mascarada que indica que la mujer no existe como una categoría. Esta idea está en la base de la teoría de la performatividad de Judith Butler. No existe una feminidad verdadera o real detrás de las máscaras. Lo que viene a decir que no hay diferencia entre la feminidad y el disfraz.
Me pregunto: ¿con estas obras pretendía desasirme de un legado tan pesado como el duchampiano? ¿Quiero burlarme de la idea romántica de genio y distanciarme de la masculinidad del arte de las vanguardias? ¿O por el contrario le rindo homenaje? Si se trata de cuestionar la figura del padre, no sería tanto negarlo, como jugar con él, jugar con el padre. Al fin y al cabo, en mi trayectoria he hecho del llamado «objec trouvé» una parte importante de mi obra, que incluso extiendo al considerar la fotografía como un objeto encontrado. ¿Puedo decir que me inscribo, por un lado, en la tradición apropiacionista iniciada por Marcel Duchamp y al mismo tiempo me sitúo en otra tradición, que yo no llamaría la tradición del feminismo aplicado al arte, sino la del arte influido por el feminismo?
En cualquier caso, nunca he pretendido utilizar el soporte teórico del feminismo o del psicoanálisis para legitimarme, ni para legitimar mi obra. Las obras de arte más interesantes son aquellas cuyos significados no se agotan en las lecturas feministas o de cualquier otro tipo. Aspiro a un feminismo que no someta al arte a un programa prefijado, una agenda social prefabricada.
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Mi deuda con el feminismo es grande. El feminismo desarrolla una importante crítica de los valores patriarcales y de las estructuras de la dominación masculina implícitas en la cultura, la sociedad, la política y los discursos de la psicología y de la ciencia. El feminismo nos ayuda a entender históricamente la construcción de las diferencias sexuales entendidas como desigualdad de género.
El feminismo, o así lo entiendo, habla de cómo hacerse un lugar en lo social como sujetos sexuados. Desbarata tópicos, arquetipos de lo femenino, cuestiona los roles sexuales y sociales. Habla de la identidad y a la vez de su cuestionamiento. La mujer no es una realidad fija. No hay una respuesta única, no hay un modelo para saber cómo ser mujer, ni cómo ser hombre. En cualquier caso, todos los feminismos tienen en común advertir y demostrar que las diferencias anatómicas, psicológicas entre hombres y mujeres no pueden servir para justificar la no igualdad de derechos civiles, políticos y laborales.
El feminismo contemporáneo es sin duda uno de los dominios teóricos y prácticos sometidos a mayor transformación y crítica reflexiva. La división que se produjo en el feminismo en los años 70 y 80 por la cuestión de Freud y el psicoanálisis, puede dar cuenta de ello. Las teóricas del feminismo más ortodoxo de los años 60 malinterpretaron a Freud o el Freud que heredaron estaba muy lejos del original. Y tampoco parece que se tomaron el trabajo de desentrañar los indudablemente difíciles textos de Lacan. Las teorías de Freud acerca del inconsciente y la diferencia sexual muestran de qué manera el deseo es canalizado para reproducir relaciones patriarcales de poder, y cómo las mujeres están sujetas al patriarcado. Los seres hablantes nos insertamos inconscientemente en una posición masculina o femenina de acuerdo con nuestras identificaciones psíquicas, de objeto, pulsionales, independientemente de nuestro sexo biológico. Lacan lo dice explícitamente: “A cualquiera, esté o no provisto de atributos de la masculinidad le está permitido inscribirse en lado o posición femenina”. (Ver un post anterior: Feminismos mirados al sesgo).
Freud y Lacan han expuesto las motivaciones inconscientes de la vida humana y de cómo de manera compleja los sujetos realizamos el aprendizaje del poder masculino y de la subordinación femenina. La construcción social del género se realiza por medio de la psique, el deseo sexual y el inconsciente. A mi entender estas teorías ofrecen un conocimiento más profundo que las corrientes del feminismo más ortodoxo, la sociología sobre el aprendizaje social de roles, o las teorías del género entendidas exclusivamente como constructo social.
El concepto de inconsciente es útil para poder ubicarse fuera de una definición rígida de la diferencia sexual. El inconsciente, como quiera que se lo teorice, es el fundamento a partir del cual se pueden rebatir y transformar las definiciones rígidas de lo masculino y lo femenino.
Jacqueline Rose, en Sexualidad femenina en el campo de visión describe así al inconsciente:»El inconsciente revela constantemente el «fracaso» de la identidad. […] no existe ninguna estabilidad de la identidad sexual, ninguna posición que las mujeres (o los hombres) puedan sencillamente alcanzar. Tampoco ve el psicoanálisis este «fracaso» como una incapacidad especial o una desviación individual de la norma. El «fracaso» no es un momento que ha de lamentarse dentro de un proceso de adaptación, o del desarrollo hacia la normalidad… el «fracaso» es algo que se repite y se revive incesantemente a cada momento a lo largo de nuestra historia individual. Aparece no sólo en los síntomas, sino también en los sueños, en los lapsus linguae y en las formas de placer sexual relegados a los márgenes de la norma… hay una resistencia a la identidad en el centro mismo de la vida psíquica.»
Actualmente el interminable y permanente debate de la teoría queer y el feminismo con y a favor del psicoanálisis, así como en contra del psicoanálisis, está explicitado y analizado desde un punto de vista crítico. Existe importante bibliografía al respecto. Incluso dentro del psicoanálisis existen importantes aproximaciones de mujeres psiconalistas a las teorías de género. Esto nos permite o nos va a permitir transitar por nuevos territorios, y plantear líneas de fuga con herramientas teóricas complejas para disolver o desistir en la esperanza de un sujeto completo y olvidar la presunta armonía entre los sexos, como complementarios.
Y superar también la imagen del feminismo que actualmente ofrecen los medios de comunicación. a través de la retórica de la violencia de género, el feminismo es reducido a ser un discurso articulado en torno a la oposición entre los hombres, del lado de la dominación y las mujeres del lado de las víctimas.
Y ahora presento un conjunto de obras más recientes, las que de modo genérico titulo como «Cartas de amor» y «Los lechos de Medea«.
El feminismo ha cuestionado el amor romántico y desde la crítica al patriarcado lo ha considerado como una de las principales causas de la brecha, de la desigualdad existente entre hombres y mujeres. El amor como un símbolo de la armonía humana es considerado más bien un pesado lastre para el feminismo. Según este, desde sus inicios, el amor constituye una práctica cultural que obliga a la mujer a aceptar (y amar) su propia sumisión. Una cárcel de amor.
La feminista Anna G. Jónasdóttir, lo asimila a un concepto explotable por el poder patriarcal: “La mujer necesita amar y ser amada para habilitarse socio-existencialmente, para ser una persona. Pero no tiene un control efectivo sobre cómo o de qué forma puede usar legítimamente su capacidad; carece de autoridad para determinar las condiciones del amor en la sociedad y cómo deben ser sus productos”.
Es cierto que en la esfera amorosa hombres y mujeres ponemos en acto nuestras divisiones profundas, no exentas de conflictos. El feminismo consecuentemente ha planteado la lucha de poder en el centro mismo del amor y la sexualidad. Pero de lo que el feminismo no da cuenta es que durante los periodos en que el patriarcado desempeñaba un papel mucho más poderoso que hoy en día, el amor cumplía un rol mucho menos significativo en la subjetividad femenina y masculina. El feminismo no da cuenta de la relevancia del amor para las mujeres, y también para los hombres, en la actualidad.
El amor nos aleja de la concepción o la experiencia de nuestra existencia como determinada por la biología. Se hace necesario dar cuenta y señalar las dificultades que tenemos hoy tanto las mujeres como los hombres para disponer o desplegar la posición sexuada fuera de la competencia y la agresividad. Esto tiene sus efectos en la posibilidad del lazo social, el reconocimiento de la dependencia mutua y la aspiración a una política que aborde la condición vulnerable de los cuerpos, el mantenimiento de la cultura material y el cuidado mutuo, en el capitalismo actual. Un nuevo amor, del que habla la psicoanalista Mercedes de Francisco, que niegue el amor como antagónico y como competencia y disipe la idea de la complementareidad de los sexos.
Y para concluir deseo un feminismo o feminismos que:
- No sean maniqueístas, que no idealicen lo femenino ni satanicen las descripciones históricas de las mujeres.
- Que no suponga una nueva guerra de sexos y que no aplique la presunción de sexismo a todos los conflictos que afectan a una mujer.
- No expuestos a las retóricas de la victimización.
- Que comprendan que hombres y mujeres no son dos campos opuestos, sino que acepten su influencia recíproca y su común pertenencia a la humanidad.
- Feminismos inclusivos no basados en la confrontación, que no acreciente las tensiones y enemistades entre los sexos.
- Que dé la bienvenida al testimonio de los hombres.
- Que sitúen el debate feminista en términos de justicia y de lucha por una sociedad igualitaria que emprenden conjuntamente todos los sexos.
- Que no obvie y desacredite el amor. Que recupere la seducción y los juegos amorosos.
- Que el lema «lo personal es político» no implique una delegación de la responsabilidad personal, en el sentido de culpar a un patriarcado atemporal de todo aquello que disguste.
- Un feminismo en fin que sea una plataforma artística y política de invención de un futuro común a todas de las razas, clases, géneros y sexualidades.