El arte, como el amor, recorre un movimiento de descenso para devenir contingente, para imbricarse con el deseo y la vida. El lazo social y su posibilidad de renovación es sólo posible humanizando el goce, inscribiendo el deseo en la vida contra la pulsión de muerte. Para decir el deseo, para hacerse palabra, el amor requiere una distancia, una ausencia, un pliegue.

La maternidad es el vínculo social por excelencia, (casi) sacralizado en la historia de la humanidad. En la tragedia de Medea, Eurípides señala, haciéndolo estallar, el punto de constitución de este lazo sagrado. Lo propio del personaje trágico de Medea respecto a otras mujeres violentas y vengativas de la mitología es su maternidad y también el hecho de que da muerte a sus propios hijos. No es locura, más bien espanto, lo terrible, aquello imposible de comprender, y menos de justificar. Obstinada, desmesurada, salvaje, se sale de lo civilizado, de lo simbólico, se excluye, “desuniversaliza el propio poder universal” (Zizek). Deslumbrante en su desmesura, madre devoradora, asombrosa, extranjera también para sí misma.

“Herida en su corazón por el amor a Jasón” en Medea el amor se une y enlaza con la muerte. Víctima de su pasión y de la radicalidad de su deseo, los hijos son arrastrados por su odio. Medea se sustrae, renuncia a lo que más quiere, a sus hijos arrancándolos de sí misma. Se priva así del tener, prescinde de cualquier anclaje, lo sacrifica todo ¿por nada? ¿por la radicalidad de su deseo? Una modalidad (femenina) del estrago, del goce de la privación, de la devoción al amor.

Ella lo ha dado todo por Jasón, quiere ser todo para él. Su demanda no tiene límites, “quiero ser para ti todas tus mujeres”. Se siente traicionada en su creencia de ser todo para el otro. Fuera de esa posición ella no es nada, tampoco madre. No tiene nada, y tampoco tiene nada que perder. Fugitiva, salvaje, “en el vacío del centro, yo ni hombre ni mujer”. La confianza en la posibilidad del encuentro sexual se rompe. El amor como imagen narcisista del propio yo se desgarra.

En su venganza, actúa sobre aquello que más le duele a Jasón, sobre la descendencia, la línea del tiempo, la dimensión de la vida como proyecto, los hijos como promesa. No sólo la muerte de los hijos, también la muerte simbólica de Jasón: ni padre, ni marido, Jasón cae fuera de mundo.

Son varias las ocasiones en la obra de Eurípides que Medea grita: “Los mataré yo que les he dado el ser, ten en cuenta que eran carne de mi carne”. Es lo real del cuerpo, entendido como ser que engendra otro ser; como una afirmación del ser que se quiere ser, la pura vida. Pero cuando la vida se afirma sin un límite, una medida, una palabra, una sujeción (de lo simbólico diría un psicoanalista), conduce a la destrucción. En el amor se quiere al otro como afirmación del propio; también en el odio, pero en los términos opuestos de extinción, de destrucción.

Medea se extravía cuando no puede enlazar su amor materno con su posición como mujer. Cuando ya no es para Jasón la causa de su deseo, los hijos se reducen a ser carne de su carne. No es un amor anudado al deseo sino un amor primordial, devastador, inmotivado. Ella es la figura del Otro primordial, el horror de la madre omnipotente, devoradora. “Madre de la otredad, cómeme” escribe Sylvia Plath. Lo real en el amor de una madre y de lo que tiene de real el fundamento del amor.

“Cuando la vida está lanzada a su propio movimiento, conduce demasiado rápido a la muerte” (Isidoro Vegh). A la vida hay que frenarla, filtrarla, suspenderla, demorarla, hacerle un pliegue. Al cuerpo no se le “saca” de la naturaleza de una vez por todas, al cuerpo hay que devolverlo constantemente a la cultura (Santiago Alba Rico). Es un trabajo continuo, que no significa vencer al cuerpo, asimilarlo, domesticarlo o cancelarlo, sino permitirle un recorrido, una circulación de lo crudo a lo cocido, relanzar el deseo.

Carne pasional, carne emocional, carne atravesada por el dolor. En Stabat Mater de Pergolesi el grito se hace canto, expresa lo real del amor de una madre. Imaginemos que Medea escribe su deseo en el lecho ultrajado, graba cartas de amor y se resiste al estrago. Red de palabras en somieres que sostienen la carne, el cuerpo, la herida, la pulsión y suspenden la devoración. Dicen “no”.

Txaro Fontalba, 2011

Los lechos de Medea

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